No se asombre, señor lector, si le digo que un cuerpo humano guarda enormes similitudes con el de un pollo, de los que normalmente cuelgan tras los mostradores de las carnicerías. Dado mi carácter curioso, descubrí éste hecho cuando cometí mi segundo asesinato, a la edad en la que la mayor parte de mis compañeros de facultad perseguían miembros del sexo opuesto en teatros o salones de baile.
El señor lector se preguntará, llegado este punto, porqué hago referencia a mi segundo asesinato y no al primero. No se preocupe por darse cuenta de que le he guiado hasta tal pregunta: a mis capacidades para el crimen se une una prosa hermosamente cultivada y ciertas habilidades para la narración, que me han permitido subsistir en aquellos momentos en los que mis bolsillos se encontraban peligrosamente vacíos. Y es que debe saber usted, señor lector, que mi interés por el asesinato no responde en absoluto a motivos económicos, ni a ninguna de las razones por las que normalmente se retira la vida de un cuerpo humano. Mi interés por el asesinato responde únicamente al placer que me produce tanto el hecho del homicidio en sí, como la idea de que el crimen quedará impune gracias a mis capacidades para la planificación y simulación. No negaré que mi gusto por el aprendizaje tenga también bastante que ver en esta insólita afición.
En lo que a la primera vez que maté a un ser humano se refiere, le diré, para saciar su curiosidad, que fue un acto torpe del que poco pude aprender y que prefiero no incluir en los relatos que normalmente publico. Un crimen cometido cuando no se es total y plenamente consciente, no es un crimen completo y, aunque precoz, considero que ni mi intelecto ni mis capacidades físicas estaban totalmente formadas a los doce años, edad a la que cometí mi primer asesinato. Las brumas del tiempo y la vergüenza no han hecho, sin embargo, que olvide todos y cada uno de los detalles de aquel suceso. Debe entender, señor lector, que tanto durante el acto del asesinato en sí, como en los momentos que lo anteceden y lo preceden, la mente del asesino es preclara. No hablo, por supuesto de los homicidas que cubren las páginas de los diarios, ni de los verdugos, ni de los soldados: aunque todos ellos comparten el hecho de extraer la vida de forma voluntaria (aunque muchas veces he dudado este punto), ninguno de ellos disfruta con su labor, más allá de la satisfacción temporal de lo que hayan podido obtener con ello. Pronto les asalta la duda, el arrepentimiento y si esto no es así, es muy probable que carezcan de las capacidades básicas del raciocinio humano. Cuando hablo del asesino, hablo de un tipo muy distinto de persona. Ignoro hasta que punto las habilidades propias del asesino son innatas o adquiridas, pero lo que es innegable es que se manifiestan desde una temprana edad, para irse incrementando con el paso de los años y la adquisición de experiencias. El asesino al que me refiero, disfruta del asesinato como de un trabajo bien hecho y busca nuevos retos constantemente. Ni la rabia, ni la venganza, ni la desdicha son motivos para cometer un asesinato; sólo el placer de hacerlo y el deseo de superarse. En ese aspecto, guardamos una extraordinaria similitud con el artista (y me refiero, por supuesto, al Verdadero Artista).
Así, en comparación con los que lo precedieron, mi primer crimen fue una pobre iniciación. Necesaria, sí, pero pobre.
El verano de 1893 fue un verano húmedo, o al menos así fue en la parte del universo a la que se circunscribía mi vida: mi ciudad. Los adoquines comenzaban a brillar antes ya de ponerse el sol y las terrazas cerraban a horas tempranas para evitar un rocío prematuro. Como muchos niños hacían entonces, yo servía en una casa, a cambio de alojamiento, comida y un pequeño sueldo que era enviado mensualmente a mi familia, junto con un informe de mi comportamiento. Este punto era importante, y es que la casa en la que servía pertenecía a un comandante del ejército, y era intención de Padre que ingresase, terminado el período de servidumbre, en el la escuela militar, para lo cuál era una enorme ventaja contar con buenas referencias.
Mis tareas diarias poco tenían que ver con la vida militar, exceptuando si acaso la rígida disciplina a la que me veía sometido. No negaré que tales exigencias pulieron aspectos de mi cuerpo y de mi alma, aspectos de los que, posteriormente, se vería beneficiada mi vida criminal. Los encargos habituales eran de lo más dispares y confieso que en aquel momento no entendí como aquellos deberes me ayudarían en la vida que me esperaba tras los muros de un cuartel; realizaba desde trabajos domésticos que requerían enorme esfuerzo físico y concentración -para un niño de doce años- hasta tareas humillantes -para un niño de doce años- como cantar ante los distinguidos invitados que asistían a las numerosas fiestas que se organizaban en aquella casa. Sospecho que, si bien lo primero sí se debía a la voluntad del Coronel, es más que probable que lo segundo se debiese a la voluntad de su devota esposa.
Era común que en esos eventos los invitados trajesen a sus descendientes, que solían rivalizar en función del distinguido rango de sus progenitores. Evidentemente, el rango ascendía en función de lo acalorado de la discusión y así, el padre que comenzaba siendo teniente terminaba como teniente coronel o teniente general. Habitualmente estas discusiones terminaban en trifulcas más o menos inocentes en las que los chavales perdían un par de mechones de pelo y ganaban unos buenos azotes. Debido a mi condición de pupilo, yo nunca entraba en este tipo de discusiones, que hubiese ganado sin problema, ya que tras un par de fiestas conocía a todos y cada uno de los invitados, su procedencia y, por supuesto, su graduación. Era normal, sin embargo, que ellos, tras haber colgado a sus padres varias medallas y un par de galones, terminasen apuntando hacia un objetivo más sencillo: yo. Mi familia era de origen humilde -sospecho que algún favor debía deberle el Coronel a mi madre- y en cuestión de rangos mi padre nunca hubiese podido competir con los de aquellos pequeños tiranos. Fue en una de estas discusiones cuando comencé a planear mi crimen. Puede usted pensar, señor lector, que me movió la envidia o la rabia y tal vez acertaría en parte -recuerde que ya advertí que mi primer asesinato fue un acto torpe-. Sin embargo, el haberlo planificado con antelación excluía en gran medida la rabia como motivo y creo -en estos momentos, no en aquel entonces- que nunca envidié a aquellos diablillos. La víctima en cuestión fue un muchachito de dorados tirabuzones y sonrosadas y nutridas mejillas, señal de su afición por los dulces. He de reconocer que la elección fue más bien cuestión del azar: bajando las escaleras de la bodega escuché un ruidillo como el que hacen los ratones en los sacos de maíz. Descendí los peldaños con sigilo y observé como el pequeño se encontraba agazapado sobre un trozo de tarta, con los carrillos inflados como un roedor y las manos cubiertas de crema. -¡Te pillé!- le dije mientras me miraba con sorpresa -... pero no te preocupes, no se lo diré a tus padres-. Arqueó la ceja derecha en un gesto de altanería. -¿Quieres probar algo realmente exquisito?- pregunté mientras me dirigía al estante inferior de la alacena -el Coronel lo guarda aquí en la bodega, para evitar que nadie lo coja-. Sus ojos se iluminaron mientras desenvolvía aquella maravilla de color miel, celosamente cubierta por varias capas de papel encerado. No tuve tiempo de acercárselo siquiera, ya que el muy glotón se abalanzó sobre mí engullendo el supuesto objeto de deseo de mi patrón. -Sabe un poco amargo- comentó con la boca llena. -Eso es que de tanta tarta que te has tomado, ya no notas bien el sabor, porque se trata de una delicia traída de las colonias y cuesta un dineral- respondí. Una vez lo hubo terminado se sentó en un taburete. -Realmente delicioso- concluyó. Había devorado cerca de una libra de veneno para ratones, dejando tan solo unas cuantas migajas y allí, sentado, con la espalda apoyada en la pared, se fue apagando poco a poco. Debido a mi inexperiencia no me quedé para disfrutar del momento, de mi primer triunfo. Calculé las opciones, simulé todas y cada una de las posibles formas de no verme implicado y decidí retirarme, dejando allí a mi primera víctima con los ojos entreabiertos y un susurro por respiración. Los restos de tarta y la fama del pequeño hicieron por mi lo que no habrían logrado la mayor parte de las formas de ocultar un cadáver. En ningún momento nadie dudó de que su muerte se había debido a una conjunción de gula y mala suerte. Y así, sin más, fue como me inicié en el noble arte del asesinato, con un acto nada espectacular, pero evidentemente efectivo.
Espero, señor lector, haber suscitado en usted el suficiente interés como para haberle preparado para el siguiente relato, que será publicado, si nada lo impide, en la edición de la próxima semana. Desearía que la espera le resultase corta y que sus ansias de conocer los entresijos del siguiente crimen no le impidiesen realizar sus tareas y deberes cotidianos, pero en el caso de que esto no fuera así, quizá debería ir pensando en cambiar de profesión. Quién sabe, puede que, después de todo, también se encuentre dentro de usted un asesino.
1 dic 2008
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6 comentarios:
Excelente!! disfrutei moitísimo na lectura da sua historia. Meus mais sinceros parabéns!!
Emocionante!!! Escalofriante!!!
O autor condúcenos de forma maxistral polos escuros laberintos interiores do "asasino vocacional"...Remexe coa súa extraordinaria narrativa tódolos recunchos da nosa alma, manexando con maestría o ritmo do relato, levándonos sen decatarnos... hacia unha paisaxe sin retorno, taladrando paseniñamente as máis profundas conviccións morais...
Proba de que a intelixencia non sempre leva polo bó camiño,...qué medo...
Ós nenos hai que regalarlles todo o que pidan neste Nadal....non vaia a ser...
Excelente caso de asesino imberbe.
O asasino, que personalidade mais terrible¡
E o asasinado..... pobre rapaz, púsenlle cara, recordoume a miña de pequeña pero en rubiño; Si, si eu era gordecha, aínda que non golosa.
o asina...?
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